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Reseña de Painkiller Reboot: Atrapado entre el cielo y el infierno
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Reseña de Painkiller Reboot: Atrapado entre el cielo y el infierno

La reseña del crítico analiza una saga que avanza sin un rumbo claro. Painkiller regresa con una estructura cooperativa, progresión estacional, siluetas de armas familiares y un sombrío escenario purgatorial que cambia la excéntrica amenaza del original por un ciclo más estable y seguro. El resultado es un juego más interesado en la estructura que en la identidad, y que nunca se define más allá de una fórmula moderna basada en la repetición y la monotonía. El movimiento principal se siente fluido y el arsenal impacta con contundencia, pero la estructura general limita ese potencial en lugar de potenciarlo.

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La reseña de Will Borger en IGN presenta este lanzamiento como un ejemplo de ambiciones desperdiciadas por las tendencias de diseño. El nuevo Painkiller se aleja del tono frenético y singular del shooter de 2004 y, en cambio, adopta la estructura cooperativa moderna, con personajes, base, una narrativa sencilla y desbloqueables por temporada. La estructura del género se mantiene, aunque su espíritu se siente alejado de sus raíces. Cada aspecto funciona, pero el conjunto nunca logra superar el estancamiento que establece en la primera hora.

Borger parte de una posición familiar, señalando la tendencia a convertir franquicias clásicas en proyectos cooperativos de larga duración. La presencia de una base, selección de equipamiento, panel de misiones, sistemas de mejora y un elenco de cuatro personajes estilizados indica que este reinicio se centra más en la continuidad que en el marcado contraste entre el cielo y el infierno que definió la identidad de Painkiller hace dos décadas. La historia presenta a cuatro almas atrapadas en el Purgatorio, reclutadas por el angelical Metatrón para contener a las fuerzas demoníacas. Funciona como marco narrativo, no como motor principal. No hay una gran puesta en escena, ni un impulso hacia la revelación, solo el ritmo constante y repetitivo de misiones y recompensas.

Borger explica el diseño: tres actos, tres misiones por acto, cada una con un elemento clave. Un acto se centra en llenar barriles de sangre cerca de los enemigos caídos, otro gira en torno a contenedores de almas como fuentes de poder, y el tercero vincula el progreso a marcadores rituales. Estas ideas sustentan la estructura del reinicio, pero la repetición crece rápidamente. A menudo, los jugadores se veían atrapados en amplias arenas donde las oleadas llegaban, estallaban y se disolvían sin mayor trascendencia. La ambientación varía, el ritmo se mantiene, pero el ciclo rara vez sorprende. El movimiento sigue siendo el elemento más destacado. Deslizarse, impulsarse por el aire, usar el gancho, rebotar en las paredes y encadenar líneas de velocidad produce una intensa sensación táctil. En todos los encuentros, el impulso define los momentos álgidos.

El arsenal conserva nombres reconocibles: Stakegun, Electrodriver, Lanzacohetes, Escopeta, Subfusil, Cañón de Mano y el aclamado Painkiller. Este último cambia de función, sirviendo como generador de munición adicional, más como herramienta que como arma principal. Cada arma cuenta con un disparo alternativo, algunas con transformaciones sorprendentes. Borger destaca configuraciones como un Stakegun con pozo gravitacional o un lanzacohetes que se convierte en una minigun congelante. Cada mejora se siente útil y cambia el ritmo y la estrategia. A pesar de la repetición en la estructura de los niveles, las armas siguen siendo dinámicas.

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El sistema de tarot también regresa, aunque con cambios significativos. Ahora, las cartas se obtienen mediante un sistema de lotería, donde se gasta una moneda para desbloquear bonificaciones temporales y se requiere otra para recuperarlas tras su uso. Este ciclo incentiva la elección entre preparar cartas o mejorar armas. La economía permanece cerrada y no hay moneda premium ni pase de batalla; solo existe un pase de temporada cosmético. Esta limitación aporta claridad, si bien la mecánica principal a menudo se siente más como una gestión frenética de recursos limitados que como un camino hacia el poder.

Borger destaca las decisiones de presentación. Los entornos varían en temática, pero se funden bajo una textura y un espacio consistentes. Las amplias arenas y los puentes de los pasillos presentan texturas densas y elementos de una atmósfera industrial opresiva, pero carecen de siluetas distintivas o puntos de referencia memorables. La lista de enemigos sigue la misma línea. Hordas de compañeros llenan las pantallas, demonios de mayor tamaño salpican las arenas y los jefes Nephilim culminan los actos con un espectáculo impresionante; sin embargo, fuera de esos combates culminantes, la mayoría de los oponentes se difuminan en un catálogo indistinto de formas. Ninguno comparte la amenaza surrealista del original. No hay monjas psicóticas ni motoristas monstruosos, solo formas diseñadas para cumplir una función.

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Los encuentros con los Nefilim marcan el punto álgido de la progresión, con cada jefe introduciendo una claridad impactante: una rata de sangre gigantesca, una estatua oculta, un dragón que llena el campo de batalla de amenaza. La mecánica se mantiene familiar, pero la ejecución cobra mayor importancia. A lo largo de aproximadamente cuatro horas de campaña, estos momentos culminantes aparecen con poca frecuencia, pero de forma constante, consolidando la mejor versión del juego. Fuera de estos momentos, los combates en la arena se alargan, exigiendo más precisión que imaginación.

Los personajes conforman un extraño punto intermedio. Sol y Void destacan por su personalidad, mientras que Ink y Roch se mueven en los márgenes más oscuros del sarcasmo y la tragedia. Sus diálogos y pinceladas argumentales resultan prometedores, aunque los encuentros suelen interrumpir las conversaciones. Las interpretaciones de voz son convincentes, pero se resienten por las decisiones de ritmo. Los acontecimientos narrativos se suceden rápidamente, sin apenas detenerse a profundizar en las motivaciones o las emociones. Los jugadores pueden consultar los registros en la base, pero el texto sin voz no puede sustituir la interacción verbal, que se desvanece a mitad de frase al priorizarse el combate.

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El modo cooperativo de Painkiller admite hasta tres jugadores, con bots disponibles para completar el grupo. Estos responden a las órdenes y funcionan correctamente, aunque la interacción humana siempre sería mejor. Jugar en solitario nunca resulta frustrante, sino más bien limitado. La estructura del juego requiere compañerismo, coordinación fluida y un progreso constante. Los comandos permiten a los bots activar interruptores, pero la fluidez se resiente cuando la improvisación se mezcla con las instrucciones del menú.

La campaña concluye con un giro abrupto. Tras completar los niveles, el antagonista Azazel ofrece una mayor dificultad y más violencia en lugar de una resolución. Este momento refleja el purgatorio temático del juego, no como comentario, sino como ausencia. El último empujón nunca llega. En cambio, la historia abre la puerta a una escalada sin fin en lugar de un cierre o una tensión palpable.

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El modo roguelike destaca por su originalidad. La aleatoriedad de los escenarios, la variedad de tipos de salas, las secciones de plataformas y las nuevas combinaciones de armas e interacciones con el tarot le dan un dinamismo especial. El progreso se integra en la historia principal, y la novedad evita la repetición. Sin embargo, la estabilidad flaquea. Borger relata un cuelgue durante la primera partida, una interrupción literal en el único modo que logra revitalizar el concepto de forma constante. Tanto en la campaña como en el modo roguelike, el rendimiento se mantiene en promedio, aunque algunos fallos puntuales dejan huella.

A lo largo de la reseña, Borger retoma el tono original. Painkiller, que en su día fue una declaración contundente de violencia arcade y surrealismo heavy metal, ahora se siente contenido, pulido y adaptado al mercado. La identidad cruda del original se disuelve en un molde más genérico de shooter de servicio, uno que funciona pero que nunca llega a emocionar. Esto no es tanto una condena como un diagnóstico. Existe una estructura, la sensación de movimiento y potencia se mantiene, y la respuesta de las armas es precisa. Sin embargo, la chispa estética nunca se enciende. El mundo se siente ensamblado en lugar de evocado.

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Ninguna frase de la reseña resulta exagerada. Los elogios se otorgan donde corresponde: la jugabilidad, las armas, las batallas contra jefes y los momentos emotivos de los personajes. Las críticas se centran en la repetición, la falta de imaginación y las interrupciones en la historia. Borger no afirma que el juego sea un fracaso rotundo. En cambio, lo encuentra suspendido entre la ambición y el resultado, sin llegar a hundirse ni a elevarse. Es un punto intermedio, fiel al escenario narrativo de Purgatory, pero vacío como camino para una franquicia que alguna vez tuvo una imagen imponente.

En otros ámbitos del género cooperativo, la identidad sigue siendo el factor diferenciador. Los shooters que Borger cita como favoritos se distinguen por su tono, estructura o diseño de mundo. En cambio, Painkiller se presenta como un experimento atrapado en la inercia de las fórmulas de la industria. La ausencia de microtransacciones en la progresión principal atenúa el escepticismo, pero persiste la sensación de que el juego se rige por el ritmo del mercado en lugar de por uno creativo. Tiene sistemas, pero no alma.

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En los párrafos finales, Borger llega a una conclusión firme. Painkiller no es terrible, pero tampoco es lo suficientemente bueno como para revivir o redefinir su nombre. Es una réplica competente con momentos divertidos y largos tramos rutinarios. El movimiento genera emoción. Las armas brillan en sus mejores momentos. Sin embargo, la estructura de las misiones, la identidad de los enemigos y el ritmo narrativo flaquean. El modo roguelike ofrece un atisbo de lo que pudo haber sido: movimiento impredecible a través de habitaciones caóticas, influencia superpuesta al descubrimiento, tensión alimentada por la novedad. Esa versión se siente vibrante. La historia principal, no.

El regreso de Painkiller nos recuerda las dificultades de revivir franquicias de acción olvidadas en un entorno centrado en la retención de jugadores y la estructura. La energía por sí sola no basta para sostener un legado. La habilidad mecánica no puede sustituir la personalidad. Los nombres y formas familiares no pueden generar expectativas sin ingenio. Lo que queda es un juego empeñado en demostrar su valía en el contexto actual, sin llegar a convencerse del todo.

Como escribe Borger, esta obra se debate entre el cielo y el infierno, sin ser ni triunfo ni calamidad. Se desliza, dispara y mejora con confianza, pero nunca eleva sus cimientos, nunca se entrega por completo a lo extraño o lo absurdo. El rugido del original se convierte en un grito ensayado, preciso pero falto de resonancia. Quienes busquen la antigua pasión no la encontrarán aquí. Quienes desconozcan el título quizá disfruten de fugaces horas de acción y combates intensos antes de caer en la repetición que define la campaña. En ambos casos, el juego mantiene al jugador a distancia.

El reinicio de Painkiller llega cargado de expectativas y con la apariencia de conformidad. Su presencia se siente pasajera, más como una curiosidad de una temporada que como un regreso definitivo. La energía que emerge se manifiesta a través de la velocidad, el impulso y la chispa de la experimentación con armas. Fuera de ese núcleo, el mundo se desvanece rápidamente. El purgatorio permanece inmóvil. Las puertas siguen cerradas a ambos lados.

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Painkiller ya está disponible para PC (Steam).

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